13 de agosto de 2014

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2014 08 01 José María Jiménez

 

Si viviéramos en la sospecha de que somos víctimas de los engaños de quienes nos rodean, la vida en sociedad sería insoportable. Sin embargo, la mentira se hace presente en la vida pública y en los contextos familiares. ¿Habrá que darle la razón a Miguel Hierro cuando afirma que “mentir es como los catarros, los padece todo el mundo?”

En Amar sin miedo a malcriar, sostiene Yolanda González Vara que la capacidad de mentir surge en la infancia y supone un importante avance en el desarrollo del niño. Puede esto parecer sorprendente, pero, según esta autora, no lo es porque semejante destreza pone de relieve la independencia de su estructura mental respecto a la de sus padres. La cuestión sería interpretar correctamente el significado de la mentira en los niños. De ahí que los padres y adultos que rodean a los pequeños deban hacer el esfuerzo por conocer y comprender las muy variadas circunstancias que influyen en que los niños falten a la verdad.

Los niños ‘mienten’ para protegerse, para conseguir algo que desean, para evitar un castigo, por lealtad a los propios padres o, piénsese en el caso dramático de quienes han sido víctimas de abusos sexuales, de maltrato físico o psicológico o de explotación de cualquier índole, por temor a que decir la verdad pueda contribuir a que se rompan los vínculos que los ligan a personas que tienen para ellos un poderoso significado afectivo.

Conviene evitar la acusación de mentiroso dirigida a un niño porque se trata de una de las acusaciones más dañinas para su autoestima. No parece razonable que, desde el mundo de los adultos en el que el recurso a la mentira parece estar absolutamente ‘normalizado’, se culpabilice a los niños. Los niños tienen derecho a recibir de sus padres informaciones veraces, adaptadas, naturalmente, a su capacidad de comprensión. Hasta para cuestiones triviales del día a día, hay cierta tendencia a echar mano de pequeñas falacias sin comprender que, de esa forma, estamos legitimando ante ellos algo que, teóricamente, decimos rechazar.

Tampoco culpabilizar a los adolescentes, los más propensos según algunos autores a faltar a la verdad. El adolescente miente para quedar bien, para simular algo que, en realidad, no es, para ocultar a sus padres trasgresiones que consideran reprobables o, sencillamente porque creen que el embuste les prestigia o les facilita la aceptación en el grupo al que desean incorporarse.

Toneladas de comprensión y una educación que, desde el ejemplo, vaya comprometiendo a niños y adolescentes con la honestidad y la veracidad. Nunca el latigazo de “eres un mentiroso” y sí empatía para comprender las “mentirijillas”. Y responsable acompañamiento para que, en la medida en que avanzan en madurez, se vaya haciendo patente su aprecio y su respeto por la verdad.

Acompañamiento, por supuesto, actuando como modelos. Algo que, por desgracia, no siempre se produce. En momentos de conflicto, desde luego, es lo más frecuente dar la espalda a la verdad y recurrir a la mentira como arma arrojadiza que muchas parejas utilizan en las disparatadas guerras que, tan torpe como irresponsablemente, suelen declararse. Me estremece un informe según el cual el 80% de las denuncias y acusaciones en los procesos difíciles de divorcio resultan falsas. Cuando se trata de disputarse la custodia de los hijos, el régimen de visitas, el usufructo de la vivienda conyugal, la pensión alimentaria de los menores o la pensión compensatoria para la expareja, todo parece valer.

José María Jiménez Ruiz
Terapeuta familiar y vicepresidente del Teléfono de la Esperanza

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