22 de octubre de 2014
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La diferencia media entre el precio que se paga a los productores de alimentos y el que paga el consumidor final ronda el 390%. Se estima que más del 60% del beneficio va a parar a los distribuidores.
Sólo cinco cadenas de supermercados (Carrefour, Mercadona, Eroski, Alcampo y El Corte Inglés) acaparan el 55% de los alimentos que compran los españoles y, si sumamos a las dos principales centrales de compra mayoristas, esa cifra alcanza el 75%. Una dinámica parecida se aprecia en Europa: el caso extremo es Suecia, donde tres cadenas de supermercados controlan el 95% de la cuota de mercado. Frente a esta realidad, el comercio local tradicional lucha apenas por sobrevivir: en 1998 había 95.000 tiendas en España; en 2004, apenas 25.000.
Las corporaciones multinacionales se han convertido en un actor fundamental del sistema capitalista en su fase de la globalización tanto en la producción como en la distribución de las mercancías. En 2007, la empresa más grande del mundo en volumen de ventas, según la lista Fortune Global 500, fue la multinacional estadounidense de distribución Wal-Mart; en la lista de las cien primeras estaban también Carrefour (número 33 del ranking), Tesco (51) y Kroger (87).
La fantasía del “oasis de libertad” del consumidor que generan estantes cargados de coloridos paquetes de distintas formas y tamaños oculta la realidad de que nuestras opciones cada vez son más limitadas: casi todos esos productos son elaborados por un pequeño grupo de grandes multinacionales, y se venden en un puñado de cadenas de hipermercados o de tiendas de descuento que pertenecen al mismo grupo.
Es la llamada teoría del embudo: de un lado hay millones de consumidores; de otro, miles de productores; y en el medio, unas pocas cadenas de distribución que marcan las reglas del juego, pagan precios bajos a los productores y privilegian en sus estantes productos industrializados y poco saludables y alimentos “kilométricos” o “viajeros”, que vienen de la otra esquina del mundo. La consecuencia más evidente es la desigualdad de fuerzas de los productores de alimentos a la hora de colocar sus productos: según un cálculo de 2007 de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores (Coag), la diferencia media entre el precio que se paga a los productores de alimentos y el que paga el consumidor final ronda el 390%. Se estima que más del 60% del beneficio va a parar a los distribuidores.
Pero la regla del máximo beneficio se aplica también en el interior de estas grandes cadenas, a sus trabajadores. Esther Vivas asegura que los empleados de estas corporaciones “están sometidos a una estricta organización laboral neotaylorista caracterizada por ritmos de trabajo intensos, tareas repetitivas y rutinarias y con poca autonomía de decisión” y, cada vez más, los grandes hipermercados apuestan por el empleo precario y temporal, con horarios atípicos que incluyen los fines de semana e imposibilitan la conciliación de la vida laboral con la social y laboral. En algunos de estos centros, según la autora, “se lleva a cabo una política antisindical” a través de “prácticas ilegales” que dificultan el derecho a reunión y la creación de sindicatos.
Explotación laboral, precios irrisorios a los productores, contaminación por transporte de los “alimentos kilométricos”. Todo ello “permite” que lleguen a las estanterías de los hipermercados productos mucho más baratos que los del tradicional comercio de proximidad.
El sociólogo Christian Topalov, en su obra La urbanización capitalista sostuvo hace 35 años que al menos una parte del dinero que supuestamente ahorramos en el precio del producto lo gastamos en combustible y en tiempo. Y en calidad de vida, aunque eso sea más difícil de cuantificar en euros.
Los grandes supermercados suponen, añade Topalov, un retroceso en la división social del trabajo: antes los pequeños comerciantes se ocupaban de transportar las mercancías hasta muy cerca de nuestra vivienda; ahora, ese trabajo lo realiza el propio consumidor, que debe desplazarse una cierta distancia, y con frecuencia necesita forzosamente el automóvil para ello. El hecho de que ahora hagamos los consumidores algo que antes hacían los minoristas supone que, considerando a la sociedad en su conjunto, la distribución de las mercancías requiere más tiempo de trabajo y también implica más gasto en transporte y más contaminación.
Desde las promociones 3×2 a la disposición de los estantes, cada detalle está orientado a hacernos comprar más productos de los que necesitamos, y a menudo, a adquirir alimentos industrializados y poco saludables. El capital sale ganando, pero, ¿y nosotros? Seguramente no, y cada vez más consumidores comienzan a entenderlo y a buscar alternativas, como la creación de grupos de consumo y la compra directa a cooperativas y pequeños productores.
Nazaret Castro
Periodista y bloguera en Carro de Combate
Twitter: @nazaret_castro_
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