16 de septiembre de 2014
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En el derecho a la protección de la salud no puede haber ciudadanos de primera y de segunda.
Una de las malas noticias del verano ha sido la epidemia de ébola. Del tema conocemos sobre todos el caso del religioso español Miguel Pajares infectado por el virus y repatriado bajo medidas de precaución excepcionales para recibir un tratamiento que desgraciadamente resultó infructuoso. La respuesta de Europa y Estados Unidos a una epidemia de estas características pone sobre la mesa unas cuantas preguntas de relevancia ética.
La primera tiene que ver con la legitimidad de tratar a pacientes con un medicamento aún no experimentado con humanos cuando no existen otros fármacos que puedan curar la enfermedad. La segunda se refiere a las obligaciones de los gobiernos nacionales para con los profesionales de la sanidad que acuden voluntariamente a estos países. Una tercera pregunta deriva de las dos anteriores: ¿Es de recibo, o es de justicia, utilizar los recursos disponibles para atender exclusivamente a los afectados nacionales? La última noticia es que la OMS se ha retirado de Sierra Leona para evitar más accidentes entre sus trabajadores allí desplazados.
Dado que el primer principio de la ética médica es no hacer daño, habrá que decidir si es éticamente aceptable dispensar a los pacientes infectados un medicamento que aún no ha sido probado en humanos. La respuesta a la pregunta ha sido unánime: es razonable utilizar un “tratamiento experimental” cuando el riesgo de morir es mucho más alto que el de sobrevivir y el paciente en cuestión consiente en ser tratado.
Pero los enfermos tratados hasta ahora han sido siete, solo dos de ellos liberianos. Los infectados en Africa son multitud. ¿Sería ético aplicarles también a ellos el tratamiento experimental? ¿Cómo hacerlo cuando se ha denunciado repetidas veces la explotación de pacientes de países pobres para experimentar con medicamentos? ¿Cómo evitar la apariencia de manipulación?
Las dudas ponen de relieve que la cooperación internacional en materia de sanidad se encuentra en mantillas. Es sencillo concentrarse en el problema de la legitimidad de dar un medicamento no experimentado a un paciente de un país rico, que plantearse una cuestión de más calado, relativa a la aplicación de la justicia distributiva a cuestiones de salud pública. Por mucho que consideremos un deber ético proteger a las personas que voluntariamente se dedican a la cooperación, con riesgo para sus vidas, el contraste entre el cuidado que estas personas han recibido y la visión impotente, o indiferente, hacia los miles de africanos, incluidos los profesionales de la sanidad autóctonos afectados por el virus, pone de relieve la inanidad de un derecho a la protección de la salud supuestamente universal.
Una plataforma ciudadana que agrupa a enfermos de hepatits C se dispone a denunciar al Ministerio de Sanidad porque no garantiza el suministro generalizado del antiviral más efectivo para tal enfermedad. Es un medicamento caro y, en tiempos de penuria, Sanidad se acoge al consabido argumento de que no hay dinero para un gasto de tal envergadura.
La hepatitis C es una dolencia grave. Si es un deber proteger la salud de todos los ciudadanos, ¿cómo puede justificarse que solo los que pueden permitírselo tengan acceso a la curación? ¿Hasta dónde los gobiernos han de condescender a la voracidad económica de la industria farmacéutica?
No son dos casos comparables, pero tienen un denominador común que es el que quiero subrayar. En materia de atención sanitaria se ha avanzado mucho en el imperativo de proteger la dignidad e integridad de los pacientes. Pero con respecto a la equidad queda mucho por hacer, a nivel nacional y no digamos a nivel internacional. Suscribo lo que Luigi Ferrajoli ha calificado como “la mayor antinomia que aflige a la historia de los derechos fundamentales”, a saber, la contraposición entre derechos del hombre y derechos del ciudadano. Con respecto al derecho a la protección de la salud, hay ciudadanos de primera y de segunda, no solo porque unos han tenido la suerte de nacer en un país rico y otros no, sino, cada vez más, porque los recursos públicos destinados a garantizar este derecho van menguando. Como escribe Gurutz Jáuregui en Hacia una regeneración democrática, para que los derechos sociales, que son los derechos de la igualdad, se respeten debidamente, la titularidad de los mismos no puede estar ligada a la pertenencia a una nación, “el demos ya no puede identificarse con las fronteras estatales”.
Victoria Camps
Profesora emérita de la Universidad Autónoma de Barcelona
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