7 de julio de 2014
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Se calcula que cada día oímos o leemos más de 200 mentiras. En el fondo necesitamos aparecer lustrosos ante los demás para que nos acepten y creernos nuestras propias fabulaciones.
La primera acción del ser humano, según el relato bíblico, fue mentir o dejarse engañar por una mentira. Y después, manifestar un gran sentido de culpa, disimular cubriendo sus cuerpos desnudos y echar la culpa a otros.
Robert Trivers, profesor de Psicología en la Universidad de Harvard y de Antropología y Ciencias biológicas en la de Rutgers, resume que los humanos somos unos mentirosos redomados aunque no seamos conscientes de nuestras fabulaciones. De hecho, la mayoría de ellas no son intencionadas sino que forman parte de un peculiar mecanismo evolutivo que nos ha permitido obtener ventajas sustanciales y múltiples beneficios.
Como humanos, nos diferenciamos para destacar. Y mentir ayuda en esa tarea. Y mentirnos a nosotros mismos –algo que es más fácil que mentir a otros– nos ayuda a aceptar este comportamiento fraudulento: creer nuestras propias historias, nos ayuda a ser más persuasivos. ¿Por qué?
Mentir tiene sus riesgos, pues emitimos una serie de señales que pueden delatarnos: automáticamente elevamos el tono de voz y nuestro cuerpo se tensa. Si mentimos inconscientemente, esto no ocurre: “Tu voz será igual, porque tu cuerpo no se está tensando, ya que crees que no estás mintiendo”, asegura Trivers. Y nadie puede pillarnos. Por eso el autoengaño es, en definitiva, un ingenio evolutivo que utilizamos para evitar que nos atrapen.
Mentimos no solo de palabra, sino con otras muchas formas no verbales: para disfrazar nuestra verdadera apariencia y nuestro olor corporal usamos maquillaje, artículos para el cabello, cirugía estética, ropa y otras formas de adornos y fragancias. Y lloramos “lágrimas de cocodrilo”, ofrecemos sonrisas insinceras, fingimos orgasmos y decimos frases falsas como “que tengas un buen día”.
Los humanos nos mentimos unos a los otros de forma crónica y con aplomo. Algunos investigadores creen que nuestra ceguera frente a la mentira responde al deseo de los seres humanos de ser engañados: preferimos una fábula cuidadosamente armada antes que la cruda verdad, sobre todo si va en contra de nosotros mismos.
Investigadores de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y de Quebec en Montreal buscaron las causas de por qué la gente se muestra sincera. Partían de que lo único que motiva a la gente es su propio beneficio material: “siempre diremos la verdad si nos conviene materialmente y mentiremos si no es así”. Pero a veces las personas dicen la verdad aunque les suponga un coste material. Por eso tuvieron en cuenta la hipótesis de que “la gente es sincera porque lo ha interiorizado, y lo contrario les hace sentir una emoción negativa como la culpa o la vergüenza, lo que conocemos como aversión pura a la mentira”. Y tuvieron también en cuenta otras motivaciones como hipótesis: el altruismo, la conformidad con lo que pensamos que el otro espera que digamos, o el compromiso y el deseo de no defraudar las expectativas del otro.
A veces mentimos para ocultar al otro algo que no queremos que sepa pero también por conveniencia, diplomacia, para dar una buena primera impresión o para evitar explicaciones innecesarias y engorrosas. Incluso parece que mentir es esencial para nuestra supervivencia social y para tener un desarrollo cognitivo sano: los niños comienzan a mentir entre los dos y tres años, a veces alentados por sus padres que les animan a tener comportamientos corteses (agradecer un regalo no deseado, por ejemplo) como parte de la adaptación al entorno social. Niños y adultos pueden mentir también para evitar ser castigados por su comportamiento o para impresionar a otros sobre acciones que no han realizado.
Aldous Huxley lo resumió muy bien: «Una verdad sin interés puede ser eclipsada por una falsedad emocionante». Por eso los engaños nos suelen acompañar en nuestra vida pública y privada.
Mentir es un acto consciente, aunque no todo el mundo es capaz de hacerlo. El filósofo Alexander Pope aseguraba que “el que dice una mentira no sabe qué tarea ha asumido, porque estará obligado a inventar veinte más para sostener la certeza de esta primera”. O sea, para mentir hay que tener memoria; si no, la mentira se acaba volviendo en tu contra… Y no todo el mundo es capaz de sobrellevar el peso de la culpa, por lo que al final uno se ve obligado a confesar.
En los últimos tiempos, diversos personajes públicos se han visto obligados a confesar sus falacias. ¿Y los políticos de los que todo el mundo habla? ¿Y los economistas incluso? Eso es harina de otro costal.
Herminio Otero
Periodista y escritor
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