14 de noviembre de 2014

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sergio-perelaÍbamos todos los sábados por la mañana, sobre las diez, y uno era tan joven que llegaba casi siempre con los músculos agarrotados del poco descanso de la noche anterior. Eso sí, quitando el miedo y el respeto del primer día, siempre con ganas de ver lo que deparaba cada una de esas mañanas, porque nunca eran iguales.

Solidarios para el Desarrollo llevaba tiempo con aquel proyecto. Un grupo de voluntarios viajaban desde Madrid hasta la vieja cárcel de Segovia acompañando a un invitado diferente cada día. Desde actores hasta escritores, pasando por músicos o periodistas. Se trataba de abrir una ventana de aire fresco que ventilase un poco el espeso ambiente de una prisión. Precisamente el olor fue una de las cosas que más me impresionó al llegar. Era joven, apenas 18 años, y no terminaba de entender qué aportábamos nosotros allí como voluntarios; pero sí quería acercarme a este mundo. A ambos mundos: el del voluntariado social y el de la privación de libertad.

Cerrojos mal engrasados cerrándose a nuestras espaldas. Crujidos fuertes de rejas pesadas. Intenso y ultraadherente olor a tabaco. El tic de todos los presos que sufren la abstinencia en prisión, el del encender un cigarrillo tras otro. Dos horas de conversación posterior. Abierta, desinhibida, espontánea. Enseguida te dabas cuenta de lo que hacías allí. Hablar con ellos, transmitirles lo que pasaba fuera, arrancarles de la estremecedora rutina diaria del encarcelado. Pero, con el tiempo, me di cuenta de que en realidad el que había salido ganando era yo. El aprendizaje vital, las historias que allí dentro escuché y viví de forma indirecta. No recuerdo si fueron cuatro o cinco los años durante los que pude mantener la regularidad de cada sábado por la mañana. Pero sí sé que el crío que entró el primer día no era el que se marchó el último, ni mucho menos.

Allí dentro conocí a un sicario italiano, un hombre que no alcanzaba los 40 cuyo tabique tenía resonancia metálica (“por aquí han pasado dos negocios y una familia”, decía con una sonrisa irónica de medio lado), un muchacho poco mayor que yo que cada Navidad que pasaba en prisión se hacía un agujero nuevo. Cuando el trabajo me obligó a dejar el voluntariado, no tenía espacio en las dos orejas y había comenzado con la nariz. Y todos, todos, conservaban intactas las ganas de intentarlo, de vivir, de respirar.

Muchos años tendría que dedicar aún al voluntariado para devolver todo lo que yo extraje de aquella experiencia. Y jamás podré olvidar el momento en que pregunté a uno de los internos habituales: “pero vosotros, ¿por qué venís aquí cada mañana de sábado?”. “Porque durante dos horas nos olvidamos de dónde estamos y, como nadie pregunta nada, también del porqué”.

Sergio Perela Moure
Periodista y antiguo voluntario en el aula de cultura del Centro Penitenciario de Segovia
Twitter: @sperela

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