28 de febrero de 2017

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La verdad es que ya lo veía venir. Hacía tiempo que esperaba la muerte de Demetrio, y como desgraciadamente, ya he vivido muchas muertes –demasiadas– parece que la olí. Demetrio era una persona fuerte, con muchas ganas de vivir aunque en ocasiones él afirmara lo contrario, y siempre terminaba por resistir cuando le rondaba la parca. Aquéllas fueron las semanas de Navidad, por lo que yo estaba fuera, en casa de mi familia y, entre unas cosas y otras, no lo vi durante algo más de dos semanas. Yo me decía que era por el jaleo navideño, y luego, cuando ya estaba en Madrid, porque no conseguía organizarme, que en seguida iría, y de hecho el día que murió me tocaba verlo. Pero ahora que lo veo con distancia, me doy cuenta de que se repite el patrón: cuando veo que la muerte es ya inevitable, me aparto, me doy por vencido, pienso que ya no hay nada que hacer…

Luego me arrepentí, pero sé que se fue tranquilo, sin sufrir, y que mientras estuvimos juntos –unos tres años– nos enriquecimos. Algo sí conseguí darle, algo de compañía, de conversación, algún regalo, algún pastel, y eso me tranquiliza. De él, por supuesto, recibí mucho. Estas cosas son siempre un intercambio.

Con él tuve la oportunidad de conocer a una persona lista, muy viva, muy despierta, un tipo de persona que nunca había conocido. Porque yo no me crié en Madrid, y para mí Demetrio era el prototipo de “chulapo” madrileño de Cuatro Caminos, con su gorra y todo, que siempre se ponía para salir. Cuando aún estaba bien, salíamos mucho a la calle, él con su silla de ruedas y yo empujando, y nos recorríamos todas las tascas de Cuatro Caminos. Esa había sido su vida: tomar chatos de vino, charlar con los amigos, flirtear (y algo más) con las vecinas del barrio y luego, cuando fue mayor, ir al Hogar de la Tercera Edad para seguir haciendo lo mismo. Todo el mundo lo conocía en el barrio, y se alegraban de verlo porque era una persona sencilla, que no daba problemas, y con un sentido del humor muy divertido, que le salía sin proponérselo. Siempre que iba a verlo, me iba más contento, y a veces muerto de risa con sus ocurrencias.

Aunque a veces parecía que chocheaba, Demetrio era un hombre muy inteligente y sabía muy bien lo que decía. Y agradecido. A veces me sacaba de quicio porque se ponía nervioso y me gritaba, pero pedía rápidamente perdón, y siempre daba las gracias por todo, que no era tanto. Ya sabéis lo que es este voluntariado: sólo consiste en estar. Nada más. En lugar de sentarse uno en la silla de su casa, va y se sienta en otra silla, en casa del mayor que le toque. Tan fácil como eso. De tanto en tanto, una llamada telefónica, a ver cómo está, poco más. Porque cuando cogimos confianza ya nos intercambiamos los números de teléfono, aunque en teoría no se debe. Pero yo sabía que de Demetrio no se podía esperar nada demasiado malo, como no fuera algo de insistencia, o alguna llamada de más. Y a mí no me importaba, porque le tengo cariño, y mis horarios me permiten responder al teléfono cuando a otros les resultaría tal vez más difícil.

Además, cuando Demetrio murió, hacía ya mucho tiempo que yo había dejado de considerarlo un “voluntariado”, y le había incorporado a mi vida como alguien de mi familia. De hecho, me fastidiaba un poco que él me presentaba como “mi voluntario”. Yo siempre decía que era amigo suyo, o algo así, por no decir que era su sobrino, que era, más o menos, lo que sentía, y lo que sigo sintiendo ahora: que con la muerte de Demetrio, tengo ya una persona más en “el otro mundo”.

Además de contar con sus sobrinos, con los que trabé muy buena relación, y con los que sigo en contacto, y con unos cuantos voluntarios más, que también iban a verlo, y que se hicieron amigos míos. Porque Demetrio estaba siempre ávido de compañía, y el caso es la gente se la daba. Porque lo merecía.

Felipe Trespalacios Solís
Voluntario del programa de Acompañamiento a Mayores

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