6 de noviembre de 2018
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A continuación compartimos una crónica escrita por Jesús Toral y publicada en El Independiente de Granada (Blog El ojo distraído).
Jesús Toral es periodista y escritor. Colabora como voluntario en el Aula de Cultura, parte del programa que Solidarios lleva a cabo en Centros Penitenciarios. Sus dos novelas (El olor de la chirimoya y, Búscame bajo la Lluvia) y su documental Frágil, camino de cristal emitido en el programa de TVE Documentos TV han sido presentados en la cárcel.
Actualmente imparte el Taller de Escritura Creativa en el Centro Penitenciario El Albolote, en Granada, y en la siguiente crónica nos comparte su vivencia e impresiones.
Entrar en la cárcel
Lo primero que me sorprende al desplazarme de Granada a la prisión de Albolote es que, en realidad está a 18 kilómetros del centro de ese municipio y a cerca de media hora de distancia en coche. De hecho, en ese recorrido solo es posible ver campo, monte, bosque…De modo que, al llegar, desde la lejanía no es fácil medir las dimensiones de aquel mastodonte rodeado de muros y vallas y acotado por alambradas circulares que cuando uno las ve piensa que se convierten en un obstáculo insalvable para aquel al que se le pase por la imaginación siquiera escapar.
Estoy emocionado porque Solidarios para el Desarrollo me ha pedido que de un curso de escritura creativa a los reclusos y también inquieto, excitado, porque no sé lo que me voy a encontrar. Accedo desde la entrada por las dos puertas de la izquierda del edificio y antes de contar al primer funcionario mis intenciones, este tiene que abrirme otra puerta de hierro enrejada. Le entrego el carné y busca la orden, es decir, un documento que me permitirá la entrada. Tarda unos minutos y después llama para saber si me tienen que acompañar o puedo ir yo solo. Finalmente, me envían a un educador para evitar que vaya solo. Paso por el detector de metales y se escucha un pitido, puede ser el cinturón. Me asusto sin motivo, son los nervios de la primera vez. Me lo quito y vuelvo a intentarlo; esta vez, no hay problema. Mientras paso por la puerta, me pongo en la piel de alguien que va a ingresar por primera vez después de haber cometido algún delito, el miedo, la soledad, la desazón y esa punzada de culpabilidad por haber metido la pata hasta el fondo. Desde los cristales solo se otea campo y los montes al fondo. La alambrada en forma circular a unos 5 metros del suelo, coronando esas vallas prácticamente irrompibles me impresiona porque me dan medida de lo imposible que es atravesarlas. Hay otros dos pasos más antes de que llegue al módulo sociocultural, en el que mis alumnos me esperan.
Es una sala neutra, con una enorme mesa alrededor de la cual se disponen una decena de sillas en las que están sentados los alumnos. En la parte superior, a varios metros de altura, algunas ventanas permiten atisbar parte del cielo y el exterior de muros y cemento, clausurada con barrotes. Excepto por ese detalle, no sería fácil deducir que nos encontramos en el interior de una prisión. En los laterales, otras mesas más pequeñas soportan un par de ordenadores en los que no tienen acceso a internet, pero que utilizan para escribir y diseñar una revista propia, La Voz del Maco, con relatos, narraciones escritas por ellos mismos, crónicas sobre historias del interior y, sobre todo del exterior, acerca de temas diversos, entre ellos, la importancia de un momento histórico, el aniversario de la muerte de un músico conocido, la interpretación personal de la escena de una película o fotos de actividades realizadas en el centro y algunas informaciones cortas sobre dichos eventos.
Me parece muy violento preguntar el delito por el que están aquí, aunque me veo obligado a reconocer que me provoca curiosidad. Les pido que se presenten y, alguno, sin ningún problema, me explica que está en prisión por traficar con droga o por un asunto económico. No pregunto más. No viene al caso.
Comienzo a presentarme, a avanzar las líneas que pretendo seguir en el curso y me sorprendo cuando les escucho, porque la mayoría de ellos muestra unos modos y una cultura que no esperaba. Uno ha ganado varios certámenes de relatos y me asusto porque siento que puedo no estar a la altura. De todas formas, me empiezo a sentir a gusto. Todos me acogen con mucho respeto y con ganas de aprender.
Hablan con soltura y me cuentan que se han llevado el premio a la mejor revista penitenciaria del país este año y, como tienen varios ejemplares sobre la mesa, los ojeo. Pese a que el diseño no es tan atractivo como el de las que estoy acostumbrado a leer, porque carecen de los instrumentos necesarios para ello, el contenido está muy bien escrito.
Decido hacer un ejercicio para aflorar las emociones porque considero que conocer lo que sientes en cada momento te permite escribir desde ese sentimiento y que es más fácil hacer brotar las ideas. Así que cojo a uno de ellos que me cuenta que lleva solo un mes y que no deja de pensar en su mujer y en su hijo, a los que ha dejado fuera. El ejercicio le toca tan de lleno que acaba llorando. Me cuenta después que no se trata tanto de que esté en prisión como de la culpabilidad que experimenta por haber abandonado a su familia, porque no está junto a ellos para ayudarles a seguir adelante. Sus compañeros le dedican las mejores palabras de consuelo y con esa emoción latente le animo a redactar un relato corto, de un folio, tanto a él como al resto de alumnos, acerca de algo que les haya ocurrido en los últimos días digno de ser contado, para valorar el nivel. No tardan más de media hora en concluir y el resultado general es muy satisfactorio. Todos ellos tienen idea de lo que es escribir y alguno de ellos lo realiza con tanta soltura y fluidez que entiendo que sea reconocido con premios.
Una de mis alumnas me explica que es abogada y otro dispone de un conjunto de empresas. No era el perfil que yo esperaba, pero me alegro porque me hace sentir que estoy dando un curso en otro lugar, para personas en libertad. El tiempo pasa deprisa y a medida que discurre, ellos empiezan a confiar en mí, a contarme algunas de sus carencias, a expresar la dureza de la vida dentro de prisión. La falta de libertad, según dicen, marca sus días. Todos tienen que pasar por un proceso de aceptación y de superación. Algunos me hablan de injusticia y se percibe que no acaban de asumir aún el error que han cometido, otros consideran que merecen todos los castigos porque no han estado a la altura de los suyos y la culpabilidad les asedia, pero sus propios compañeros que han pasado por lo mismo, le ofrecen consejos al respecto.
El tiempo se acaba y estoy muy contento porque siento que soy capaz de llevar adelante el encargo de Solidarios para el desarrollo y que creo que es un grupo que me va a aportar más de lo que yo pueda darles a ellos. Me veo como un privilegiado, alguien que tiene la fortuna de conocer una realidad a la que no estamos acostumbrados y, ya en un solo día, salgo renovado, enriquecido, con los esquemas rotos.
Cuando estoy abandonando el recinto, alguien se acerca y, en voz baja, me dice que entre mis alumnos hay uno reo por delito de sangre. Me asusto un momento, salgo pensando en ello, en el temor que puedo sentir cuando lo vuelva a ver, pero entonces pienso en qué ocurriría si estuviera dando el mismo curso fuera, con alumnos en libertad. En ese caso, seguro que no me preguntaría si alguno de ellos se comporta con crueldad con su familia, si se escaquea del trabajo o si intenta estafar a Hacienda, y probablemente en esa hipotética clase también habría personas que harían cosas que a mí me parecerían injustas, malvadas y hasta delictivas, pero, ante todo, recuerdo el papel que debo desempeñar: soy profesor, no juez; mi función es ayudar a mejorar el nivel de escritura de los alumnos, dentro de prisión o fuera de ella, no juzgar sus actitudes, sus actos o sus equivocaciones. Así que vuelvo a mi vida con ganas de regresar, a sabiendas de que me estoy adentrando en una de las aventuras más apasionantes que he experimentado en toda mi vida.
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