21 de julio de 2014

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2014 07 21 Jesús Sandín

La tasa de riesgo de pobreza o exclusión social se sitúa en el 27,3%, según la Encuesta de Condiciones de Vida 2013 del INE. En 2009 estaba en el 24,7%. El umbral de riesgo de pobreza está en 8.114 euros de ingreso anual neto por persona y en 17.040 euros para sostener un hogar de dos adultos y dos menores de 14 años. En 2009 era de 8.877 euros por persona (18.641 para los hogares). Por tanto lo que se mide no es la pobreza absoluta, sino cuántas personas tienen ingresos bajos en relación al conjunto de la población.

Un estudio de la Asociación de Ciencias Ambientales (ACA) revela que la pobreza energética afectaba en 2012 al 16,6% de los hogares españoles, lo que supone alrededor de 7 millones de personas. Pobreza energética se defina como la incapacidad de un hogar de satisfacer una cantidad mínima de servicios de la energía para sus necesidades básicas como mantener la vivienda en unas condiciones de climatización adecuadas para la salud: 18 a 20º C en invierno y 25º C en verano.

Pero en estos años de crisis en España hemos aprendido que las cifras y los datos no son el reflejo objetivo de la realidad, que necesitan ser contrastados e interpretados. Hemos tropezado también con la desagradable certeza de que, muy lejos del ideal del conocimiento empírico, las estadísticas están al servicio de intereses particulares. Así, unas veces se suceden y acumulan hasta volverse inasibles, y otras veces su ausencia niega realidades con las que convivimos a diario. A veces incluso conviven acumulación y ausencia respecto a una misma situación o colectivo.

Tratemos de averiguar, por ejemplo, cuantas personas han sido desahuciadas de su vivienda habitual desde el comienzo de la crisis, incluidas aquellas que lo han sido por no poder hacer frente al pago del alquiler. O las verdaderas cifras del paro, a trompicones entre los solicitantes de empleo y la Encuesta de Población Activa, la ocupación y la economía sumergida. O cuántas personas están sin hogar, habiendo definido primero lo que significa “hogar”.

Aparte de los recuentos que se han realizado en algunas ciudades Españolas, el único dato oficial sería la Encuesta sobre centros de atención a personas sin hogar (ECAPSH) de 2012, cuyo resultado no podría superar el número de plazas de alojamiento disponibles entre los distintos recursos. Hay que señalar también que en ninguno de los casos, ni en los recuentos ni en la encuesta del INE, se contempla la totalidad de la tipología ETHOS —European Typology on Homelessness—, sino sólo su primera clasificación: “personas sin techo”.

Tras los números hay personas. Una realidad tan obvia que, a menudo, la pasamos por alto. La estadística es un lenguaje y quizá convenga tener presente a Wittgenstein: los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. ¿Acaso ninguno de nuestros vecinos están dentro de ese 27,3% en riesgo o situación de pobreza? ¿Ninguno de esos más de 2.300.000 niños que según UNICEF están por debajo del umbral de pobreza en España va al colegio con mis hijos? ¿Tenemos modo de asegurar de que no han de darse las circunstancias que nos pongan a nosotros mismos en situación parecida? Si no es así, tal vez sea hora de pensar si no estaremos ocultando el mundo real detrás de las cifras y los porcentajes, empleando la técnica del avestruz.

La Democracia no es otra cosa que una forma de convivencia entre iguales. Por lo tanto, no podremos aplicar ese nombre a nuestro actual modelo social, donde una parte de la población ve sistemáticamente lesionados sus derechos. Conviene recordar las reflexiones de Hannah Arendt a propósito de lo que llamó “la banalidad del mal” y los versos del pastor luterano Martin Niemöler, que terminaban así: “Cuando vinieron a buscarme no había nadie más que pudiera protestar”. Y preguntarnos si podremos salvarnos la mayoría a costa del sacrificio de los otros. ¿Podremos salvarnos la mayoría si no hacemos por salvarnos a todos?

Jesús Sandín de Vega
Responsable del programa de Atención a Personas sin Hogar
Solidarios para el Desarrollo

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